Trabajar en espacios virtuales cedidos gratuitamente y con formatos prehechos también tiene sus inconvenientes. Otro tanto ocurre bastante frecuentemente al meterse con una computadora sin saber de computación. O mucho peor: saber apenas un poquito. El caso es que el premoldeado de la columna de la derecha, por cantidad de razones que en realidad son solamente una, no le deja espacio al índice completo del poemario. Ergo, aparte de otros sacrificios, con subordinación y valor, se debe ir avanzando no tanto verso a verso, como golpe a golpe y clic a clic, sólo que el poeta español ni siquiera pudo soñar con estos artefactos y menos que menos con estos artificios. Ya está. Se agradece la paciencia en esta época de calditos concentrados de ansiolíticos. [AR]
Santa María de los Buenos Ayres, Provincias Unidas del Sud.
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Los botes, tranquilos; pero las casetas están cerradas y el santo que vigila la entrada hoy tiene cara de finado.
Las redes haraganean sobre la muralla. Los cascos que no volverán a guatear el agua -agrietados y podridos, porosos de sol y humedad- duermen inclinados, opíparos, dichosos por no estar tan solitarios.
La gente subirá a ver al Wanderers. La gente, al ocaso, volverá de ver al Wanderers.
Con la noche accederá a la arena una joven de rostro niño y piernas de alambre, temblorosa y decidida, que perderá la virginidad contra la pared del fondo, cerca de donde las mujeres hacen fuego y esperan el pescado con el aceite hirviendo y los ojos ansiosos.
Es tarde.
Los carabineros desprecian el lugar porque sospechan de las almas en pena de aquellos que partieron un día sólo con el mero propósito de agregar una ausencia.
Ni la pobreza ni el vino, apenas un remo o un anzuelo, el agua que hiela las rodillas y una partida sin herederos que aguarden.
Habrá chubascos y montañas de espuma. Una gaviota pespunteará el rumbo. La silueta de una corriente podrá tener la exactitud de una calle.
Grueso alambre de cobre le enmarca la muñeca derecha. Sobre el horizonte se estira la profundidad del día. Sentado y taciturno, sereno y obsesivo, el agua se le recoge sin secretos.
Ahora el fondo del mar es una concha de blanco nácar. La muerte tiene ojos de pez. Lejos, el puerto despereza risas en los prostíbulos, Dios tiene el sabor del musgo y ni una botella de pisco para curar el frío de las noches largas.
Una cuaderna volverá en una ola, buscando la mano sedosa del linyera.
Es fácil encontrar a un hombre que en el puerto aguarda vanamente algún día volver a destino:
tienen los hombros chatos, pantalones ajados y en los dedos una vaga incertidumbre antes de pitar el cigarrillo;
juntan odio y aman aquella hora en que encontraron todo junto a una mujer, junto a una puerta junto a un sueño o junto a una radio;
es fácil encontrarlos, dicen, porque vuelven con el aire denso de la tarde y los pies hinchados;
recorren el malecón, añoran el pasado en un pedazo de diario extranjero que encontraron en el piso al lado de un gargajo y piensan que el infortunio es sólo interrumpido por la felicidad, de a ratos;
duermen a oscuras, con las ventanas abiertas; juegan a la baraja y toman vino con sorbos cortos, sin ansiedad;
andan por una calle principal con un dejo de despreocupación, sin reparar en los escaparates ni en las corbatas estridentes;
sueñan con orgías de perros cautivos, con días de esplendor y con una vuelta parsimoniosa;
van al mar y ven caer el sol:
siempre calculan las jornadas que aún les queda por vivir.
El sol alcanza ese punto en el transcurso de su caída -de modo tal que no desaparece la luz, pero sí las sombras- y es cuando se producen esos equilibrios entre los volúmenes y el aire.
Tal vez porque sea verano.
Por eso.
Pero ni bien el zapatero saque a la vereda su silla petisa, ya bañado y cambiado, con una pulcritud muy parca que lo vuelve desconocido y extraño;
ni bien cada boca de zaguán y cada puerta se pueblen de reposeras y sillones de mimbres;
entonces dará comienzo a un período que siempre culmina con la agonía de los hombres que empiezan a llegar del bulevar, a pie o en bicicleta, pero todos de regreso.
Ellos son los que arrastran consigo, hacia adentro, a alguna de las mujeres y su correspondiente asiento.
Nada se altera del todo, sin embargo.
Cualquiera, desde cualquier esquina, podrá advertir y determinar la ausencia total del ritmo, el modo en que los vientos que sostenían ese cosmos que van estirando a medida que pasan los minutos, ocultando tras esa calma la presencia de poderosas fuerzas que conducen a diarios y repetidos estallidos: los que inevitablemente serán prologados por el encendido de los faroles y luego coronados con la llegada de la noche.
Ese infinito reinado de los gatos del techo de la carbonería.
La muerte se viste con chales, bosteza con un tren que se pierde y vuelve con la prontitud de quien se ha olvidado algo sobre la mesa del comedor.
La muerte tiene celos de las tardes de lluvia, de los vendavales en las bahías, de los botes destrozados por el oleaje y brinca con la llegada de las nevazones.
La muerte tiene los ojos en las manos, no sufre del llanto, acoge huérfanos, se hinca en los lugares milagrosos y duerme entre el pasto, como las liebres.
Madre y hermana, vieja ramera redimida, hoy eufórica e injusta en la soberbia de aniquilar el pasado sólo con gestos grandilocuentes, el viejo opio de tus fundadores tiene el olor acre del smoj de diez mil fábricas; las aguas negras y densas del Suchow, coronado de puentes como un recuerdo del Sena por los franceses de la antigua concesión, te marcan con la podredumbre del tiempo.
Lloran tu esplendor de antaño sólo los burgueses irredentos, macrós inconsolables, rufianes melancólicos, matones desocupados [y los monopolistas de las pipas tibias, soporíferas y sedantes.
Te inhibe tu natural orgullo ese pasado de europeos y hombres de todos los lares, tu herencia indeleble de aire mundano y cosmopolita: china por rancia estirpe, tu vestido es extranjero y maldito, mil veces maldito por tu ideología, tu pecho hundido debe desinflarse en los momentos supremos.
Vieja sonámbula, hoy el cielo de los días tiene la cúpula verdosa de otro esplendor.
[Nota al pie] El nombre, proveniente de los monosílabos Shan y Gai, literalmente, en general es traducida como ciudad sobre el mar. También como dama sobre el mar. Edificada en la lengua de la confluencia del Suchow sobre el Wampoo, lo curiosamente chino es que se encuentra a 26 kms. del océano.
Tres veces milenaria, de grises paredes herméticas, feudal y burocrática, plana y pálida, tiene un corazón chato de plaza: Tien An Men, cuadrado cerco de piedra, fiereza agreste de la loza, huérfana de palomas, estaqueada contra el cielo esperando que el tiempo le lama sus senos extendidos.
Lentas caravanas de bicicletas, soldados con su normal e impávida estupefacción en el rostro por su capital hacen cola para la foto ante la puerta imponente y silenciosa; tiendas apretujadas, laberintos para el sortilegio, callejones sin destino aparente, anchas avenidas como muros divisorios, letanía de un esfumado sol de invierno como moneda de un fen.
Sombras de mandarines, el Viento Amarillo de la primavera barre el regocijo de los cerezos en flor bajo la última nieve. Dolor sordo, la fragua del verano se avecina con verdes fulgores y chaparrones de inusitada violencia.
Bajo los focos, acuclillados y brillosos, los pequineses juegan su extraño ajedrez y a los naipes. Los cigarrillos de acre tabaco se deshacen como el vaho del calor.
Una vieja pipa de hornillo con tapa de lata es encendida para que los ojos hallen esa continuidad que enhebran los siglos sin distancia.
La vieja Capital del Norte se triza en presencias silentes.
[Nota al pie]Bei (norte) y Yin (ciudad) son los dos caracteres que desde siempre conformaron el nombre de la principal capital del viejo imperio. Ciudad o capital del norte o norteña, entonces, opuesta a Nankín, ciudad o capital del sur, el Horno de China, en la margen izquierda del Yantsé. La colonización inglesa exportó la nomenclatura Peiping, vigente hasta hoy día. Luego, las diferentes oleadas y contaminaciones la terminaron desfigurando en la nomenclatura más conocida y difundida, unificadora, como es la de Pekín o Pequín, para los modernistas progres.
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