
El sol alcanza ese punto en el transcurso de su caída
-de modo tal que no desaparece la luz,
pero sí las sombras-
y es cuando se producen esos equilibrios
entre los volúmenes y el aire.
Tal vez porque sea verano.
Por eso.
Pero ni bien el zapatero
saque a la vereda su silla petisa,
ya bañado y cambiado,
con una pulcritud muy parca
que lo vuelve desconocido y extraño;
ni bien cada boca de zaguán
y cada puerta
se pueblen de reposeras y sillones de mimbres;
entonces dará comienzo a un período
que siempre culmina con la agonía de los hombres
que empiezan a llegar del bulevar,
a pie o en bicicleta,
pero todos de regreso.
Ellos son los que arrastran consigo,
hacia adentro,
a alguna de las mujeres
y su correspondiente asiento.
Nada se altera del todo, sin embargo.
Cualquiera,
desde cualquier esquina,
podrá advertir y determinar
la ausencia total del ritmo,
el modo en que los vientos
que sostenían ese cosmos
que van estirando a medida que pasan los minutos,
ocultando tras esa calma
la presencia de poderosas fuerzas
que conducen a diarios y repetidos estallidos:
los que inevitablemente serán prologados
por el encendido de los faroles
y luego coronados con la llegada de la noche.
Ese infinito reinado
de los gatos del techo de la carbonería.
LECTURA DEL AUTOR