
Es fácil encontrar
a un hombre
que en el puerto
aguarda vanamente algún día
volver a destino:
tienen los hombros chatos,
pantalones ajados
y en los dedos una vaga incertidumbre
antes de pitar el cigarrillo;
juntan odio
y aman aquella hora
en que encontraron todo
junto a una mujer, junto a una puerta
junto a un sueño o
junto a una radio;
es fácil encontrarlos, dicen,
porque vuelven con el aire denso de la tarde
y los pies hinchados;
recorren el malecón,
añoran el pasado en un pedazo
de diario extranjero
que encontraron en el piso
al lado de un gargajo
y piensan que el infortunio
es sólo interrumpido por la felicidad,
de a ratos;
duermen a oscuras,
con las ventanas abiertas;
juegan a la baraja
y toman vino con sorbos cortos,
sin ansiedad;
andan por una calle principal
con un dejo de despreocupación,
sin reparar en los escaparates
ni en las corbatas estridentes;
sueñan con orgías
de perros cautivos,
con días de esplendor
y con una vuelta parsimoniosa;
van al mar
y ven caer el sol:
siempre calculan las jornadas
que aún les queda por vivir.
LECTURA DEL AUTOR